domingo, 15 de febrero de 2009

El alma mía


Busca salir de mí,
y su estrategia
es convertirse en lágrimas.

Cuando me doy cuenta
silenciosamente ha vuelto
y solamente quedan
escamas de las lágrimas y
plumas de su vuelo.

Y ella,
instalada otra vez
en el árbol de mi corazón
que sus raíces hunde
en
profundas tristezas.

Ella sale,
regresa y no sabe por qué:

porque até un cordel invisible
entre sus alas

y el otro extremo en
el florido corazón
de la mujer que amo.


César Actis Brú

Febrero de 2009
Santa Fe de la Vera Cruz
República Argentina

César I. Actis Brú – * 1942 - Casado - tres hijos - dos nietos
Escritor, poeta y ensayista (23 títulos publicados)

¡Ave César!
¡Brutus te saluda!

¿Por qué no estar juntos en mi blog personal? Quiero que estés a mi lado acá.
Eres mi prologuista, y amigo y desde los años mozos de ese barrio sur de Santa Fe con su Convento de Santo Domingo, el largo pasillo de la clausura, el viejo patio, la cancha de fútbol improvisada en la cochera, los frailes... Grases, Arizmendi, Correa, García Vieyra, Pambi Beltroco... ¡...Che... Se murieron todos...! Nosotros, ¿qué esperamos? Debe ser divertido allá arriba hacer teología ante la Visión Beatífica que ríe a carcajadas de nuestras pobres aproximaciones terrenas...

Su risa es de gozo porque de tanto equivocarnos logramos encontrar el camino hacia Su Casa, esa es Su alegría, ¿será así? ¿Que el Espíritu, escribiendo derecho sobre líneas torcidas nos reconoce como santos pifiadores? ¡Será divertido!
Preguntarle a Santo Tomás -ya más delgado por cierto luego del puchero- si escribiría de nuevo todo tal cual o discutir con Fray Vicente (Grases Millet, a quien acompañamos hasta el final en su andar hacia la Casa del Padre) cuál de los pecados es más grave. (Cuelgo arriba de este un cuentito mío donde Vicente también está).

¿Hay mate por esos pagos? ¿O solamente vino nuevo y pan casero?

Ojalá haya mate.

Un abrazo:

JC

15 Feb 09



sábado, 7 de febrero de 2009

San José Obrero



(A Manuel Ignacio Pereyra, in memoriam y Guillermo Gómez, curas de pueblo serrano.)

Mientras se revestía con los ornamentos sagrados para celebrar la Misa miró a la monja josefina de indefinible edad construida de espinillo y alambre conocida como Madre Ignacia que lo ayudaba en tales menesteres y con una sonrisa irónica casi imperceptible bailando en la comisura de la boca, le advirtió:
—Hermana, trátelo bien a este amigo, mire que es el hijo del Obispo.
La religiosa pegó un respingo y quedó inmóvil sin hacer comentarios. Aunque acostumbrada a los dislates jocosos del joven sacerdote, no cometería el error de desestimar a priori cualquier dato. Los tiempos modernos la apabullaban y el curita tenía la particularidad de ponerla nerviosa pese a considerarlo hombre de temple y profundamente espiritual hecho a los sinsabores y las sorpresas de la vida dura de las sierras y de sus gentes.
Eran sabidas las virtudes del Obispo Omar Colomé, irreprochable, humilde, abierto a la Gracia y entregado a su ministerio, pero... El diablo mete la cola en donde menos se lo espera y la monja era sabia en cicatrices. La carcajada del sacerdote le alivió el alma. Es broma, pensó la monja.
—Póngalo a cantar en la procesión, tiene una voz tremenda. — Dijo, satisfecho de la mala pasada.
Yo, el de la voz potente y sujeto de la broma, miraba todo con cara de estampita tratando de pasar desapercibido ante mí mismo, método que empleo cuando las circunstancias me superan y no se me ocurre algo gracioso o elegante y a tono para salir del paso.

Fui a celebrar el primero de Mayo, día de San José Obrero a la capillita de Las Calles, un pueblo del valle cordobés de Traslasierra que lo tiene por patrono acompañado de Marita. Marita era una garantía de buenas charlas y de encuentros insospechados con Dios.
La procesión de esa tarde seguida de Misa, de carrera de sortijas a caballo, empanadas criollas y vino tinto o Coca Cola serían una experiencia nueva para ella domada en las solemnidades de otra diócesis adicta a las formas. Salir a caminar siguiendo al Santo al cual hacían guardia los jinetes en sus caballos enjaezados para Domingo, sin altavoces, con el cura que tenía que rezar a los gritos, cantando cánticos preconciliares de los cuales los católicos de ciudad solo tenemos un remoto recuerdo, darle a pata entre piedras y arena sumergidos en un paisaje de maravilla era algo nuevo, un regalo para el alma que regocijaba la fe sencilla y devota del serrano y conmovía al pueblero.
Siguió la Misa y la bendición solemne presididas por el cura bromista, Guillermo y después la venta de empanadas, pastelitos de dulce, vino, gaseosas y cervezas hasta que se largaron las carreras de sortijas. A esta altura de la celebración yo ya estaba algo alegre por causa del tinto y ocupé el tiempo disfrutando de la compañía de Manuel Pereira, el cura párroco de Mina Clavero. Al rato y por mirar nomás, salí a caminar y a tomar fresco por la veredita de la capilla de San José Obrero.
Las Calles es un pueblito salido de un cuento. No es real. De ese tipo hay muchos en la serranía cordobesa o en las zonas linderas al Paraná, o en el norte de Brasil o enganchados en la cordillera. Simplemente se quedaron en el tiempo, humildes y llenos de gracia, sin televisión satelital ni teléfonos celulares. Por toda diversión anual tienen las fiestas patronales o el cumpleaños o el velorio de los vecinos y las fechas patrias. Todo iba bien en la fiesta hasta que alguien —todo se sabe en los pueblos— largó el rumor de que yo era el “hijo del Obispo” y de que había que tratarme bien. El chiste de Guillermo había trascendido los muros del templo y las fronteras de la prudencia y el pueblo tenía una historia para contar durante años y las viejas, motivos para relamerse a toda hora por generaciones. Yo, mientras tanto, ni enterado, como corresponde.
Me sorprendió un paisano al ofrecerme un vaso descartable lleno de ginebra y un viejo muy viejo me estiró, sonriente, un pastelito.
Los serranos son respetuosos, generosos y comedidos, atienden espléndidamente al visitante pero tienen orgullo y jamás son obsecuentes, así que tantas atenciones me hicieron sospechar algo raro, sobre todo teniendo en cuenta que los obsequios debían pagarlos porque la cantina y la feria de platos era a beneficio. Me encogí de hombros desentendiéndome del tema y seguí disfrutando de la fiesta. Marita, entre tanto, me observaba sonriente y de lejos.

Siempre respeté los silencios de Marita y temí sus iras. Acostumbrado a lidiar con mujeres, aprendí a dejarlas solas en sus treces cuando así lo prefieren y este era el caso. Marita flotaba místicamente. Algo la había impactado profundamente.
Es muy espiritual, eso se descubre fácilmente cuando se ora con ella o cuando se conversa en serio sobre su tema preferido: las cosas de Dios. Ella fue mi profesora en las cátedras de Doctrina Social de la Iglesia y de Catequesis en el Instituto Arquidiocesano de Ciencias Sagradas en el cual estudié y fue la única a quien, en los cuatro años de aprendizaje, los alumnos aplaudimos de pie y con lágrimas en los ojos luego de una charla de espiritualidad que nos dio. Cuando la vi arrimarse sonriendo con picardía supe que iba a cargarme, a hacerme objeto de alguna broma.
—Así que el hijo del Obispo —dijo—, ¡mirá que honor!
Caí en la cuenta al momento de mi situación en el pueblo. No soy rápido, todo lo contrario. No podría cruzar una calle y estornudar al mismo tiempo sin riesgo de ser atropellado por un auto o de llenarme de moco o ambas cosas pero esta vez entendí sin necesitar explicaciones.
—No me digas que la broma trascendió —pregunté ansioso.
—Seguro. ¿Qué creías?
—¿Cómo lo arreglo?
—Pedile al Guillermo que lo arregle. Vos no podés.
Fui hasta donde estaba el curita de zapatillas y vaqueros con una cerveza en la mano y varias en el estómago y le imploré:
—Arreglame esta. Se creyeron lo de hijo del Obispo.
—Mejor para vos —el desgraciado se rió, créanme, el desgraciado rió—, mejor. Te atenderán de lujo...
—Arreglala o se lo cuento a Colomé mañana mismo. —El matiz utilizado para decirlo cortaba un pelo en el aire.
El Guille me miró fiero. La amenaza era brava. Relojeó de costeleta a Marita que se había acercado y le habló casi entre dientes.
—¿Tu amigo tiene pocas pulgas hoy solamente o siempre es así?
Marita se puso muy seria, demasiado, temiblemente seria.
—Pensá en la mamá, Guillermo... y arréglala. Pensá en la mamá... Vos sabes... Con este —me apuntó con la mirada— no hay problema, es de plomo y no le entran balas, pero... ¡Pensá en la mamá...!
El argumento me atoró la empanada, era irreprochable y no se me había ocurrido, mamá estaba, como la mujer de César, más allá de toda sospecha. Simplemente me sorprendió la simpleza y profundidad del mismo y lo atribuí a la tenacidad con que Marita defiende a la mujer y su misión.
El curita se movió como si algo le apretara las verijas. Charló al oído de la chismosa del pueblo y antes de pasado un cuarto de hora vinieron a cobrarme la ginebra y el pastelito. Aprendí que hay dignidades de cuna y de las otras y que yo no las tenía y tuve que pagar.
Me quedaron grabadas esas insistentes palabras de Marita: “Pensá en la mamá...”.
Salimos de noche para mi casa en Villa Luján, en Mina Clavero. Apurado por llegar manejé la camioneta con prisa y descuido sin hacer juicio de las curvas del camino de sierras. Antes de bajar para el barrio fui hasta el centro a comprar cigarrillos. Justo, justito al pasar frente a la confitería de moda llena de parroquianos en plena calle San Martín, paseo obligado de todos los traserranos y turistas, Marita musitó ahogadamente:
—Para.
La miré. Estaba tan blanca como una sábana lavada y secada al sol por las monjas del Monasterio Gaudien María de San Antonio de Arredondo. Sudé.
—¿Qué te pasa...? —fue pregunta y gemido a la vez temiendo la respuesta.
—Quiero vomitar...
—¡Aquí no! —Aullé— ¡En el centro, no! ¡A la camioneta la re-conocen! ¡Me vas a hacer perder un montón de votos! —Yo aspiraba pelear la intendencia de Mina Clavero y las elecciones estaban próximas. Marita ni se inmutó y siguió con su apuro sin hacer juicios políticos del asunto.
—¿Afuera o adentro? —Preguntó la maldita, tajante y práctica y apretando los dientes.
Frené y le dije que abriera la puerta. Pensé que algunos votos valían menos que la costosa alfombra de la Silverado. Marita vomitó de todo: chocolate, pastelitos de dulce, empanadas de carne, pollo frito (del almuerzo), mate cocido (del desayuno), vino dulce y un par de ñoquis con crema y una torta frita que no se cuándo ni dónde comió y guardó para esa ocasión tan especial para mi honor. Jamás Mina Clavero olvidaría ese papelón.
Terminado mi holocausto público, me miró seráficamente y como si nada hubiera pasado.
—Ya podemos ir —dijo.
Yo maldecí por lo bajo y puse rumbo a casa.

Habiendo llegado y después que Marita se enjuagó la boca y se repuso, nos sentamos a tomar un tecito de peperina y toronjil preparándonos al sueño. La casa estaba en silencio, el matrimonio que la habitaba descansaba junto a sus chicos y mi tía Elma hacía tiempo que dormía. Era la hora de las charlas íntimas.
Yo tenía dos inquietudes. Una, olvidar la vomitada y otra, que ella como mujer y madre reflexionara el sentido de su frase ante el Padre Guillermo: “Pensá en la mamá, Guillermo... y arreglala” y el efecto que causó en el cura moviéndolo a actuar rápidamente. Olvidar los restos de comida desparramados en la calle central del pueblo manchando el pavimento por semanas a la vista de todos era imposible, así que me aboqué a lo segundo.
—¿Qué quisiste decir exactamente cuando le dijiste a Guillermo eso de pensá en la mamá?
Marita tomó un largo trago de te. Me miró, entrecerró los ojos —eso preanuncia una larga parrafada—, se relajó en la silla, hizo un corto silencio y comenzó a hablar.
—Hoy fue un día especial para mí. El mejor día de San José Obrero que jamás viví y que nunca olvidaré, te lo aseguro. Y no lo digo por el vómito. —Abrió los ojos y me miró riéndose de mí con la mirada. La asquerosa se reía sin mostrar una sonrisa, sólo mirándome— ¿Sabés por qué vomité? Estoy embarazada de nuevo...
Sin poder evitarlo, mis ojos se abrieron al doble de lo normal. Era increíble. Marita mamá de nuevo cuando ya tenía diez hijos. Intenté una felicitación porque un hijo es una bendición demasiado grande como para racionalizarla con pavadas, de esas de ...ya son demasiados... o que ...hay que pensarlo antes..., o etcétera. Un hijo es una vida, un sueño de Dios y basta.
Traté de hablar, pero Marita levantó la mano imponiéndome silencio. Ella también lo hizo durante algunos instantes y recién después de un suspiro continuó hablando.
—¿Sabés por qué argumenté poniendo a tu mamá en medio? Porque se lo que siente la mamá de un hijo de un cura... ¿Sabés por qué lo se? —Cerró completamente los ojos— Porque estoy embarazada de un hijo de un cura, de uno que vos conocés.
Ya el asombro me superaba totalmente y sentí un nudo en el estómago. No podía hablar ni se me ocurrió qué decir. Marita siguió hablando impersonalmente.
—¿Sabés por qué el Padre Guillermo se ocupó enseguida del asunto y la charló a la vieja chismosa? Porque me confesé con él. Él sabía. ¿Entendés ahora? Y si no entendés, no importa; jodete.
Claro que entendía. El cura tuvo el privilegio único y exclusivo de escuchar el arrepentido relato de Marita penitente. Me levanté, me serví un generoso whisky y lo bebí de un trago. ¡Que lo parió!
No bastó. Empiné la botella y bebí a pico hasta que el alcohol me ahogó. No necesito mucho, con un trago alcanza.
¡Que lo parió! —Pensé de nuevo.
—¡Que lo parió! —Dije en voz alta.
Marita seguía sentada e inmóvil, observándome. Habló muy suavemente, masticando las palabras.
—La que lo va a parir, mejor dirás... Una puta clerical.
Medité la respuesta. Había iniciado el camino de la furia interior y sabía que era mi obligación moral dominarla.
—De un calentón de sotana con bragueta, dirás. Me asusta esta historia Marita, me desconcierta. Vos sabés de categorías de pecado, las enseñaste... Él también las conoce y más aún… —mastiqué las palabras que me supieron amargas— Pero... ¿Es del cura...? ¿...Estás segura de...?
—¡No seas igual que ellos por favor...! —Me interrumpió— ¡Evitate a ti mismo pensar lo mismo que los otros curas que lo apañan al Quito! Hace mucho que no tengo relaciones con mi marido y no soy ninfómana ni loca.
—¡Ahhhh! —aullé— ¿Es del Quito? ¿Vos también...? —callé de golpe. Lo que estaba por revelar era demasiado duro para cualquiera pero ya había metido la pata hasta el cuadril. Marita no se inmutó.
—¿Ibas a decir que yo también, como tantas otras, no?
—¡Bueno...! ¡...Qué se yo...! —tragué saliva. De esta no salgo fácil, pensé.
—No seas cagón. Ya nada me puede hacer doler más... ¿De cuántas sabés vos? Yo, de cuatro.
Me lancé con todo.
—Yo de alguna más y de otros hijos... Muchos lo saben, incluso el Obispo, pero le teme o... lo ama y por eso no pasa nada... —Intenté cambiar de tema— ¿Se lo dirás a tu familia?
La maldita rió a carcajadas. No sé que le encontraba de divertido al asunto.
—¡Ya se lo dije! Lo conversamos anteayer. Vine a las sierras a digerir el mal trago. Por eso el vómito olía tan feo...
— Que... ¿Que pasó...?
—Imaginate.
—¡No quiero! Me sobrepasa. ¡En qué lío te metiste...!
—¡Chee! ¡Esto de vos tampoco lo esperaba! ¡Es una vida, una bendición!
—Si, con pañales y te aseguro, que en esos pañales habrá mucha caca.

Durante una hora larga dialogamos. Yo estaba teatralmente incómodo o sea, trataba de contener el nerviosismo y lo hacía mal, como en un ensayo de primerizos en esas cosas de tablas y telones. Marita le puso punto final.
—Estoy cansada y quiero dormir. Fue un día largo. Quiero dejarte una reflexión para cuando te acuestes.
Hizo una pausa que no osé interrumpir.
—Ubicate en el hogar de Nazareth integrado por un niño nada común, una mamá virgen y un papá que no lo es de veras... María, ¿cuánto se adentró en el misterio de su embarazo? ¿Cómo dialogó con su familia? ¿Qué les dijo? ¿Y a su esposo José? ¿Y a los vecinos y amigos? Quizá le vino bien el viaje a Egipto para enfriar las cosas aunque por lo visto no tanto ya que muchas veces le refregaron en la cara a Jesús ser hijo de pecado. Hoy, todavía hoy a dos mil años, hay quienes sostienen que Jesús es hijo de un soldado romano y de que María no tenía una conducta muy moral que digamos.
Nueva pausa.
—Mi hijo, cualquier hijo, es también un misterio —continuó diciendo Marita—, pero este es algo especial. Es fruto de un grave pecado, es sacrílego y sin embargo es bueno, santo. ¡Qué contradicción! Nuestro Padre Creador lo ve como muy bueno y lo ama como nos ama a nosotros, sus padres pecadores y sin embargo es el buen fruto del árbol malo... Un árbol que da frutos y que no merece ser cortado, que no es estéril como la higuera que secó Jesús... ¿Se contradice el Evangelio? ¿El árbol malo da buenos frutos? ¿O es que no es malo el árbol? Y algo más y ya termino...
Otra pausa. Se había adueñado totalmente de los tiempos.
—...¿Cómo crees que saborearán este fruto nuestros hermanos de la Iglesia? ¿Disfrutarán del fruto o será causa de escándalo solamente? ¿Servirá para penetrar aún más el misterio de la Iglesia...? Dios, que de lo malo saca lo bueno... ¿Qué quiere de este niño? Nadie nace para nada, porque sí, alpedamente. Nace llamado para la santidad que es la imitación de Cristo y por eso mismo es signo de contradicción, de enfrentamiento, de crisis, de tensión en la historia y en las estructuras... Cuando te acuestes esta noche, pensalo, rezalo. Reflexioná también sobre cuál es tu responsabilidad con respecto a este hermano tuyo que está por nacer y también hacia esta otra hermana tuya, embarazada del hijo de un cura.
Volví a picotear la botella de whisky en un trago largo y goloso.
—¡Dios mío! —Pensé— ¡Quilombo en puerta! ¡Este parto trae cola...!


No me equivoqué.
Al tiempo en el cual escribo este relato, todo lo que tenía que pasar pasó y con mayúsculas, pero eso es para otro cuento. Ya veremos.
Las palabras de Marita fueron proféticas y su hijo fue un acontecimiento de Gracia para ella, para su familia y para la Iglesia. La verdad se hizo presente y habitó entre nosotros.
Ese es otro misterio: el de un Dios de buen humor que juega sin trampas y respetuosamente este apasionante juego de la vida, que no es juego, pero que se le parece demasiado.

Un cuento de Juan Carlos Sánchez

viernes, 6 de febrero de 2009

Palabras desde el umbral


Derecha o izquierda

Mi amigo,
“el señor que mata los leones” (Hugo Mataloni),
me dijo que estos cuentos fueron escritos “…desde la sacristía... mirando hacia el prostíbulo.
Que Dios planeaba en todos ellos, pero... ...que...
...¡Vos escribís como hablás…! ¡Ese lenguaje...!
Podrías ser algo más educado para escribir...
Cada dos renglones hay una puteada, una... o una ...
o la... que te ...
o andate a la casita del molusco bivalvo de tu abuela...”.

Lo miré sonriendo.
“Podrías ser un poco más educado, vos, en tu crítica, Hugo, por favor” —le supliqué, (fraseándolo, como lo indican las comas).

Hugo Mataloni quedó pasmado.
Había entrado en el juego de las palabras sin darse cuenta.

Hugo tiene razón.
Están escritos desde la sacristía, pero mirando a la gente
que está afuera,
esperando que salgamos y las invitemos a entrar.

María Teresa Salera, mi comadre, aportó lo suyo.
“Vos despegás al hombre del barro” me dijo.
“Peronista tenías que ser…”
Vale Teresa, igual te quiero.

Les debo una explicación a Hugo y a Teresa y arranco con ella.
Nací con honores y fórceps en ya inexistente la maternidad Pujato y quizá los fierros apretándome la cabeza aportaron lo suyo a mi futuro racional. Hubiera sido mejor, dijo Pablo Fernando Spangenberg, mi psiquiatra, venir de nalga. No se bien por qué lo dijo o prefiero no entenderlo. Dejémoslo allí.

Hasta los cinco años viví en Avda. Freyre al 1400 de Santa Fe y por el ’55 nos mudamos a la casa que construyeron mis padres gracias al plan “Eva Perón” del Banco Hipotecario Nacional en 3 de Febrero al 3000, frente a la legislatura provincial a dos cuadras del Convento de Santo Domingo, a cinco de los franciscanos y a igual distancia de la Catedral y de los jesuitas cruzando la Plaza de Mayo. Eso, saliendo desde la puerta de casa hacia la derecha que es el Este.
Pero saliendo hacia el Oeste, hacia la izquierda, estaban y están los prostíbulos. ¿Para dónde creen que fui?
Acertaron.
¡Mal pensados...!
¡Terminé siendo monaguillo de los dominicos y fanático de las mujeres!

Por eso acepto que estos cuentos fueron escritos en la sacristía pero mirando hacia el prostíbulo. Desde la sacristía se sale hacia el altar para celebrar los sagrados misterios y a encontrarse con Dios y con la gente. En los prostíbulos la gente se encuentra. Dios está en todos lados.
Hasta en el pecado. Se hizo pecado.
Los cuentos que les cuento son pantallazos de la realidad, espacios que me permitieron conocer a la persona más allá de las definiciones y más acá de la mezquindad de los preconceptos, sin marcos que los limiten pero con códigos que las obligan. Y tales códigos no siempre son aceptados por los comunes, por la gente como uno que viene desde la cultura construyendo una realidad simplemente porque ellas, las personas que no son como uno, a contramano, vienen desde la realidad construyendo la cultura.

El hombre es así, quizá exactamente como no nos gusta desde las definiciones, pero así.

[Barro primordial en manos de un alfarero respetuoso de cada uno. (¿Te parece bien, Teresa?)]

Para no ser así fue creado y para mejorar, para madurar, crecer, para perfeccionarse. Es que la creación es un canto de esperanza.

No todos los personajes de estos cuentos son ficciones. Muchos de ellos existieron o existen aún o son modelos, muestrarios, arquetipos, paradigmas de una sociedad que no está dispuesta a contemplarlos como seres vivos y en marcha hacia su dignificación y concreción, ni madura para reconocerlos.

Vívanlos tal como ellos viven.
Se lo merecen.
Ellos se aceptaron.
Respetémolos.

J.C.

Prólogo del libro "Bajo la Piel"