domingo, 18 de enero de 2009

Vocación y Misión


Primero hay una llamada, una vocación. Es a la vida y a vivir la vida y toda vida tiene un por qué y un para qué, no hay vida porque sí ni para nada. Existir es tomarse en serio la justificación de la vida que es la mi­sión. Cumplir con la vida nos justifica o sea, nos hace justos; resuelve con categorías de justicia el interrogante inicial de para qué vivimos. Hay una justificación gratuita, universal y redentora: la de Cristo, que actúa por si misma y es eficaz, pero requiere de nosotros, para su aplicación particular, la aceptación y el compromiso, que es la conversión. En Cristo no puede haber indiferencia ni tonos grises: a los tibios los vomita Dios.

A esta altura de la reflexión se hace necesario precisar algunos conceptos para poder entender los que más adelante se desarrollan. La llamada a la vida no es meramente biológica, porque en el plano natural nadie elige nacer. Es a vivir en plenitud, en abundancia, o sea, a vivir la vida del espíritu, que es vivir en santidad; a imagen y semejanza del Creador.

Si abandonamos esta perspectiva, este punto de vista, no nos diferenciaremos de los animales y habremos renunciado a nuestra categoría humana que es irrenunciable y, por esa razón hacerlo es entrar en contradicción con nosotros mismos. Esta situación es deprimente y limitante para el hombre y genera todo tipo de conflictos internos que no tienen solución por la vía de la razón ni de la sicología. Cabe, entonces, modificar la línea escrita a principio de este párrafo y en lugar de decir “habremos renunciado” escribir “habremos vanamente intentado renunciar”, que es mas propio.

La llamada es personal y plural, la misión también. Siempre en la llamada y en la misión está incluido el “nosotros”, la comunidad, y en ese grupo humano late la esperanza de la respuesta de aceptación. La vida es gratis, nadie decide comenzar a vivir ni establece el tiempo de su vida, el consentimiento está excluído, pero a la vida en plenitud y a la misión hay que aceptarlas, es un compro­miso compartido con todos los demás a quienes afec­tará, cuyas vidas cambiará. El don de tu vida es para los demás y ellos, todos y cada uno, serán destinatarios de los actos que realices. La indiferencia o la tibieza restará al conjunto y te disminuirá. No hay mejor método para servir para nada que hacer algo sin pasión.

Apuntando hacia lo particular, durante el transcurso de nuestra vida, iremos escuchando otras llamadas que nos servirán para descubrir el camino que habremos de recorrer y que realizarán nuestro ser, configurando nuestra personalidad y haciéndonos pro­tagonistas de la historia.

A veces podemos consentirnos la negativa a ser tal como debemos ser. Siempre eso acarrea la desilusión, es el precio que pagamos aquí y ahora por negarnos la au­tenticidad y la dignidad que nos pertenece creacional­mente. Muchas otras veces, las más y por más que nos resistamos, la llamada es más fuerte que la ignorancia, que la cobardía o que la comodidad, y en algún mo­mento de nuestras vidas, casi sin pensarlo y hasta sin desearlo, comenzamos a SER con mayúsculas y a HACER lo que debemos. La Gracia actúa para nuestra realización.

No por ello dejamos de ser libres. Siempre la aceptación es totalmente voluntaria. Sucede que pode­mos no estar convencidos de su conveniencia pero, ¡oh maravilla, oh misterio!, por eso justamente procede del ejercicio pleno de nuestra voluntad y de la absoluta ra­cionalidad que le encontramos. La locura es curiosamente racional cuando incluye el amor. ¡Hagan memoria! ¡Cuántas veces hacemos locuras por amar! Y eso que es amor humano simplemente, amor que puede ser un grato recuerdo al poco tiempo o una experiencia para crecer, nada más. ¡Cuánto más cuando ese amor es Cari­dad! ¡Cuánto más cuando incluye la totalidad, que es Dios! ¿Hay locura mayor que la de la Cruz?

Podemos planificar toda nuestra vida minuto tras minuto y, de repente, un imprevisto nos la da vuelta sin contemplaciones. Puede ser negativo o puede ser posi­tivo. Si es lo último, seguro que el amor está presente. Si es lo primero, el amor no está ya que no hay creci­miento sin amor, no hay alegría sin amor, nada bueno hay sin amor.

El hombre miro desde la serranía el valle que se extendía a sus pies. Verdes laderas, arroyos cristalinos, sauces, acacios y espacios aptos para la siembra. Ima­ginó el hogar encendido y las castañas asándose al res­coldo, el queso fresco y el champán para acompañarlas y la esposa a su lado, compartiendo un sueño y la espe­ranza.
- He trabajado mucho y bien -pensó -, me lo me­rezco.
Como persona práctica que era, compró el te­rreno, plantó el castaño, construyó el hogar y se ena­moró. Todo estaba preparado de la forma en la cual él lo había soñado. Sacudió con fuerzas los pies en las pie­dras lajas del piso del frente de la casa para quitarse el barro de las botas y contempló complacido lo que había logrado. Todo era bueno.
Sabía lo que vendría. La paz, el goce y un cierto grado de molicie sin aburrimiento.
Jesús, que pasaba por el camino, lo miró y sim­plemente le dijo “¡Sígueme!”.


Por Juan Carlos Sánchez
De: "El Abbá, la Morada y el Acacio" - Capítulo 10
Ed. La Morada - 1999

domingo, 4 de enero de 2009

Tres cuentos cortos

V

El niño cerró el libro que estaba leyendo y miró a su papá con cara de preocupación.
— Papá — preguntó — ¿Es cierto lo que dice el Padre Farinello que la cárcel es solo para los pobres?
— No hijo, no es cierto. Solo para algunos. Hay pocas y desgraciadamente no entran todos.


VI

—¡No hay Dios! —gritaba el hombre llorando desconsolado ante el cadáver de su hijito— ¡No hay Dios! ¡Si Dios existiese, mi hijo estaría vivo!
Su esposa, la mamá del finadito de quien se había separado hace tiempo, se acercó con los ojos bañados en lágrimas y lo abrazó fuertemente. El hombre respondió el abrazo. Ambos estaban unidos por una fuerza irresistible que los atraía uno hacia el otro.
Tata Dios, invisible como siempre a los ojos humanos, rodeaba las cabezas de ambos con un abrazo lleno de amor y reparador como ninguno.
Cuando Tata Dios observó a los padres llorar serenamente y unidos, soltó su abrazo, los besó en el alma y dándose vuelta hacia donde el muertito lo miraba vivo y resucitado y alegre por el reencuentro de sus papás, extendió la mano hacia la otra mano pequeña, la tomó, la apretó suavemente y dijo:
—Vamos. Ya es hora. Has cumplido.


VII

Cuando Manolo llegó al Cielo lo recibieron sus abuelos que habían muerto algunos años antes y lo primero que hicieron fue presentarle al Padre, luego al Hijo y cuando quisieron hacer lo mismo con el Espíritu Santo no pudieron porque andaba por la Argentina llevándole la contra a Borges intentando la conversión de los peronistas.
Después conoció a montones de gentes que eran sus parientes, amigos de la familia, vecinos del pueblo y algunos curiosos.
Entre todos le explicaron cómo funcionaba el Cielo. Que la cosa allí no era aburrida, que por el contrario se divertían a lo lindo, pero que había algunas reglas que cumplir.
Por ejemplo, que al Trono del Anciano no llegaba cualquiera salvo los niños como él que siempre estaban autorizados. También que era parte de la misión de los santos pedirle insistentemente al Hijo por la conversión de los pecadores.
Le aconsejaron que intercediera por papá y mamá, para que se convirtieran, así Manolo los podría conocer y compartir juegos y mateadas en alguna nube y Manolo oró. También era muy conveniente darle charla a María, la mamá de Jesús, porque ella tenía muy buenas influencias y conseguía favores especiales tanto del Espíritu Santo como de su Hijo.
Fue justamente María la encargada de contarle su historia personal. De darle algunos datos necesarios y de explicarle por qué sus papás lo habían matado en un aborto.
—Amo tanto la vida —dijo María—, que me parece de locos abortar un niño. Pero tenés que saber que mientras vivimos en la tierra somos muy débiles justamente porque nos la tomamos con los más débiles. Eso nos hace débiles. Si fuésemos capaces de enfrentar a los fuertes, a sus actitudes, a sus miedos, a sus falsos dioses, vos estarías en tu familia en la tierra dentro de algunos meses.
—¿Qué son los meses, mamá? —preguntó Manolo.
—Una medida para contar el tiempo que pasamos caminando para llegar acá respondió María—. Estos chicos —pensó— cuándo no preguntando...
—Pero mami —dijo Manolo—, ¿si yo estuviese allá dentro de algunos meses, cuánto demoraría en llegar acá? ¿Esto no fue ganancia para mí?
María suspiró con resignación, era experta en eso —durante su vida terrena aprendió a rumiar y callar ante algunas incomprensibles actitudes de su Hijo— y cuando estaba a punto de hilvanar una respuesta, el Espíritu Santo que llegaba, la interrumpió.
—Manolo, te presento a tus papás.
Dos viejitos lo acompañaban algo avergonzados.
—Me llevó más de medio siglo de los de la Tierra su conversión, pero le pidieron perdón al Padre y ahora vienen a pedírtelo a vos, en persona.
Manolo sonrió con esa sonrisa que solamente los niños saben poner en sus bocas, estiró los bracitos abiertos hacia adelante y se pegó un vuelito medio despatarrado de angelito nuevo y se abrazó a los dos viejitos.
—¡Ahora si estamos toda la familia! —Gritó y un lagrimón se escapó de sus ojos, atravesó la nube y le cayó en la frente a un pibe que jugaba al fútbol en un campito de Rosario.
El pibe se secó la lágrima pensando que era un pájaro que había hecho de las suyas e inexplicablemente, comenzó a sonreír.
Dicen los que lo conocieron que jamás dejó de hacerlo y que pese a los problemas que soportó en su vida que no fue fácil, vivió sonriendo con alegría.
Algunos en el Cielo comentaban que ese niño fue el viejito que le devolvió agradecido y sonriente una lágrima a Manolo en algún momento de la eternidad.

De "Bajo la Piel" - Cuentos
De Juan Carlos Sánchez