domingo, 21 de diciembre de 2008

Chirolita


Hoy es 7º Domingo de Pascua, Solemnidad de la Ascensión del Señor del año jubilar 2000. Estoy llegando a Misa un tanto atrasado y ansioso.
Desde que empezó la Cuaresma espero una señal, un mensaje del Señor, sujeto como siempre estoy a sus manifestaciones ordinarias o extraordinarias, para conjugar mi vida y hacerla poema y acción.
No es que no las tuve. Fueron tantas que me apabullaron, pero sigo ansioso. Pasó de todo, desde ser papá de nuevo y hasta abuelo por primera vez casi al mismo tiempo. Papá y abuelo a la vez... “¡Qué detalle, Señor, que has tenido conmigo...!” canturreo bajito...
No me falta inspiración ni comida en la mesa y suelo tener seguidos diálogos cortos con mi Padre del Cielo a cualquier hora del día, que es una grata forma de orar.
Todo, señales de la presencia de Dios en la vida de las personas. Casualidades, como se les suele llamar comúnmente y que yo insisto en llamar diosidades, porque casualidad es el seudónimo que usa Dios cuando quiere pasar desapercibido. (Me cito a mí mismo, porque esa frase la inventé o se la copié a alguien en “El Abbá, la Morada y el Acacio”, mi opera-libro prima que fue editado en el ‘99).
Pero todas estas son otras historias y quizá a nadie les importen aunque me empecine en escribirlas.
Ya habrán observado que aunque tuve muestras de la presencia del Resucitado y de su Espíritu en mi vida, quería más. Pedía más. Estaba inquieto. Deseaba que esta Cuaresma y esta Pascua fuesen especialmente significativas. Y lo fueron.
Dios, que es un Dios de buen humor, finamente irónico cuando se expresa en la paradoja, me mostró Su Rostro en la fiesta de la Ascensión de su Hijo. Ya finalizando el tiempo pascual y cuando el creyente se extasía en la belleza del Resucitado que glorificado sube al Cielo para quedarse entre nosotros —pura paradoja—, lo hizo en la cara brutal y sucia de Chirolita, en quien habita por decisión propia, que también para elegir rancho es Dios y vive donde quiere.
Les contaba al iniciar el relato, que entré al templo algo atrasado al momento de la primera lectura y busqué un sitio libre en algún banco. En todas las iglesias los bancos son unas perversas e incómodas tablas semi lustradas y nunca del todo limpias que poco tienen que ver con los cómodos sillones de las iglesias de Miami o de los salones mormones.
Buscando discretamente a mamá y a mi esposa que habían entrado antes mientras yo estacionaba el auto, vi un buen lugar en la nave central y lo perdí casi en el acto, ocupado por alguien más joven que cruzó entre los bancos sin importarle que estaban en plena lectura de los Hechos. Durante el rezo del Salmo, hallé otro lugar.
En la nave izquierda, cerca del Sagrario, un banco para cuatro o cinco estaba casi vacío. Me lancé a la conquista de la sutil impiedad del asiento de madera dura y cuando llegué advertí que era un error pero ya era tarde. Un solo católico ocupaba el banco y realmente, con él era demasiado. Valía en aromas por una manifestación de peronistas a pleno sol de verano en Plaza de Mayo.
Morocho de chuzas piojosas, sucio y vestido con sobras, rechupadazo con tinto de oferta y con demasiados caramelos afuera del frasco o, lo que es lo mismo, con algunos patitos fuera de línea en la sesera, oliendo a sudor y mugre y parloteando a lo loco estaba un pobre. (Días después supe que su nombre es Beto).
Muchas veces teoricé ante quienes me invitaban a dar una charlita o a reflexionar en voz alta en un encuentro sobre la necesidad de sacar la celebración eucarística afuera, a las puertas del templo, en donde estaban los benditos del Señor pidiendo limosna o bien a invitarlos a entrar. Si los benditos del Señor están afuera, nosotros, los que estamos adentro, ¿qué somos...?
Ahora el bendito pobre estaba adentro y yo me senté al lado. Pensé en hacer un disimulado mutis por la puerta lateral pero por vergüenza y por un cierto pudor muy íntimo de conciencia, me dispuse a aguantar la compañía. Confieso que me distrajo y me llenó de asco el sólo pensar en el momento en el cual tendría que darle la paz, lo que significaba tocar esas manos mugrientas o abrazarlo y en el peor de los casos, besar su mejilla. Me esforcé en convencerme a mí mismo que ese negro afeitado a machetazos era Jesús.
Supongo que Jesús no andaba por Galilea llevando consigo una ducha portátil y un baño químico. Supuestamente olía fiero, pero el Beto no era exactamente la representación del Cristo de cabellos y barba cuidados por Giordano tal como cuelga el cuadrito de yeso que tengo en el comedor de casa. Claro está que Jesús es algo más que yeso chino y también admitamos que el Beto superaba todas las expectativas de miseria de aquél que “no tenía dónde apoyar la cabeza”. ¡Bueno...! Al menos y para mi consuelo, Jesús nunca fue visto rechupadazo... ni siquiera luego de las siete libaciones rituales de la Ultima Cena.

Mi vecino en el satánico banco —el modelo empleado por los carpinteros para uniformar los templos católicos con esos asientos puede ser la razón del crecimiento de las sectas a costa de nosotros, así que bien vale lo de satánicos— escuchó con atención, atronó cantando desafinado a lo Horacio Guaraní, puso algunas monedas en la bolsa de la colecta que sonaron como los cañones de la Heroica en los contabilizados y prudentes bolsillos de los ricos, se levantó y se sentó varias veces y opinó en alta voz. Calló gracias a mis codazos, método caritativo-psicológico derivado de los coscorrones que aprendí del Hermano Rafael, el prefecto de disciplina del Colegio La Salle-Jobson donde estudié y mediante tal expediente pude medianamente controlarlo de a ratitos.
No pude aguantar una sonrisa cuando el Beto sacó un jabón nuevo, envuelto y sin usar de su bolsillo y dijo más o menos “Lo voy a oler un rato, así huelo limpio...”, ni evitar un estremecimiento cuando se rascó con furia la cabellera y exorcizó en voz alta a los piojos. “¡Qué piojera...! ¡Qué piojera...! Esto no se aguanta más...” dijo.

Después de los piojos llegó el turno de la homilía del “Popu” Strina, un cura inquieto, escritor y capaz de hacerse amigo del juez con más facilidad que el Viejo Vizcacha.
Fue buena y es posible que hasta esos abyectos insectos se hayan cristianizado un poco si lo escucharon con atención. Algo de ella me perdí por pensar de nuevo en el dichoso momento de dar la paz a mi vecino de banco que ahora involucraba a los piojos. ¿Cómo hacer para estar a salvo de la invasión? ¿No acercarme demasiado? Inevitablemente si lo besaba, como suele hacerse en la celebración entre gente como uno, limpia y perfumada, alguno saltaría hacia mi cabeza. Darle la mano ya era algo sucio, pero acercarse a los piojos...
Mientras yo rumiaba sobre los piojos, el celebrante seguía hablando. El Popu es un cura mediático. Utiliza en sus sermones buenas figuras que llegan al corazón. Chirolita fue una de ellas.
Entre otros temas, predicó sobre la colecta destinada a Caritas que se realizaría el siguiente Domingo y lo hizo con lindura y sencillez pueblerina, tipo estocada al corazón de Mamerto (Menapace, mi hermano monje). Sacó de la galera dos personajes para ilustrar el tema: uno, el doctor de doble apellido que cree tener la salvación asegurada porque va siempre a Misa los domingos, porque comulga, porque aporta el diezmo, porque lleva el escapulario de Ntra. Sra. del Carmen, porque es lector de la Palabra, porque...
El otro personaje: Chirolita, el pobre. “Ese de quien —dijo el Popu— hay que hacerse amigo, porque en el juicio, en una de esas está junto al Señor y oportunamente, cuando le toca el turno al doctor de doble apellido, puede recordarle a Jesús ese sángüche y ese vaso de agua fresca que le dio una tardecita de verano, ...y salvarlo”.
Lo miré al Beto con más cariño. Como no conocía aún su nombre, lo llamé Chirolita para mi fuero interno y al momento de dar la paz apreté fuerte su mano e inicié el peligroso camino hacia su mejilla, bien que le pese a los piojos. Él, con dignidad de pobre, se escurrió del beso. No se si porque mi perfume importado de free shop de aeropuerto internacional le olía mal o porque no quería contagiarme los piojos. Prefiero pensar lo segundo. Lo primero estruja mi autoestima y la transforma en papilla para bebés. Si para el bendito del Señor huelo mal... ¿Para quién huelo bien...?
Y los dejo porque me está picando la cabeza. Me rasco y vuelvo.

Un cuento de Juan Carlos Sánchez


De: "Bajo la Piel"

martes, 9 de diciembre de 2008

El muerto



Ud. tendrá un funeral de lujo -le dijo.

Y el muerto sonrió.


De "En ocasiones de piedra"

Por Juan Carlos Sánchez


domingo, 7 de diciembre de 2008

La Clementina




“La Clementina ilumina
la callecita a su paso,
las flores de su cabello
huelen igual que en el campo.”

Teresa Parodi


Cuando escuché por primera vez la canción de Teresa no me dijo nada. Me gustó, pero nada más. Quedó allí.
Quedó allí hasta que conocí una Clementina.
Clementina era peluda, pequeña y suave como el Platero de Juan Ramón Jiménez; doméstica y poética.
Dura y esperanzada como un Pablo Apóstol ferviente y enamorado.
Callada y triste como un Cristo yerto.
Clementina era así. Como una espina, como una florecilla azul (la del verso de Teresa), como una roca, como agua que no queda, como viento, como nube.
Como una historia guardada, un silencio que grita, un dolor, una espera, una vida.
La Clementina que conocí era apenas adolescente y mamá, apenas mujer y niña, águila y polluelo, camino y descanso.
¿Cómo llenar una página con su historia tan breve y poco importante? Me resigno a un corto relato y arranco laxo con las palabras. No se que decir. Escribiré su vida como una rutina literaria, como un ejercicio más para rellenar un libro. No es importante ni novedosa, ocurre a la vuelta de cualquier esquina y a pocos le interesa.


Vino del campo a trabajar a la ciudad como sirvienta y consiguió buen conchabo. Una familia de profesionales con dos hijas pequeñas, cristianos de Misa dominical y generosos con los pobres y con la Iglesia la aceptó como una hija más. Trabajo y escuela, trabajo y catequesis y más trabajo era su rutina.
Conoció a Juan y se enamoró o se aferró a él, “algo de cada” como definió alguien sincréticamente. Se embarazó con placer e imprevisión y temiendo las consecuencias se lo contó a la patrona. Tuvo razón. La pusieron de patitas en la calle aduciendo el mal ejemplo a las niñas; que “eso no se hace”; que “el pecado se paga”, que “Dios castiga y no muestra la güasca” y que ya no serviría para el trabajo y que ellos no podían hacerse cargo de un bebé. Eso sí, le pagaron unos pesos de más por si los necesitaba y la anotaron en la Caritas parroquial por la ayuda futura.
La Clementina que conocí —como la de la canción de Teresa—, se encuentra en plazas y calles con Juan, se miman, se quieren, juegan con su bebé. Juan le regala flores silvestres —como en la canción de Teresa— y Clementina una sonrisa grande, un beso y una esperanza: esa berreante y siempre hambrienta que pone en los brazos del pibe-padre.
Sueñan.
Dentro de poco cuando sean mayores vivirán juntos en un rancho de paja y barro con techo de chapas de cartón y seguirán teniendo hijos. Recién entonces habrá bautizo y nombre cristiano para Juan Clemente Sosa, el hijo amado del Buen Dios que hace salir el sol para todos, hasta para los ex patrones de Clementina y para los escritores que economizamos palabras para contar su historia.

“La Clementina se enciente
como un farol en el campo
cuando se encuentra con Juan
y él le regala su ramo.

Y entonces sabe por que
se puede seguir soñando.
Se puede. Se puede.
Se puede. Se debe.
Se debe. Se debe.”


Teresa Parodi


Del Libro “Otros Relatos”

sábado, 22 de noviembre de 2008

Los viejos


(A la Hna. Josefina López CM)

“En ese anciano me miro,
en esa anciana me veo,
cruzo la línea del hambre,
cruzo la línea de fuego.
Ya nos quitaron futuro,
de la justicia ni hablemos,
no nos quedemos callados,
que no nos toquen los viejos.”

Teresa Parodi


— Son todos iguales —me dijo con rictus de asco—, sucios, malolientes, molestos. Que Dios me perdone, pero es injusto llegar a viejo así.
Lo miré sin comprender. Que una monja carmelita misionera se expresara de tal forma me pareció un sacrilegio y una incoherencia monstruosa. Si algún día la encontrase semidesnuda en un prostíbulo de Gualeguaychú me incomodaría menos.
— No podés negarlo —agregó—. Esto es asqueroso.
— Hermana —atiné a decir espantado—, hermana... ¿Hablas en serio?
Me miró haciéndome sentir un infradotado, aplazado en un test básico de incordura elemental.
— Seguro.
— Pero... —asumí mi tradicional papel de cristianucho instruido— ¿Y el Cristo que hay en ellos? ¿Y el amor? ¿Y el Evangelio? ¿Y tu vocación? ¿A dónde se fue todo eso? Los viejos... son... son... hay que darles mucho amor...
— ¡Dejate de macanas! ¡Soy una mujer! ¿O no, acaso?
De genio fuerte, manejaba las palabras como un garrote y las tiraba con gomera. Dura, de palo, era inaguantable cuando le brotaba el mal genio y eso ocurría demasiado a menudo para mi gusto. En esos momentos, deseaba estar lo más lejos posible de ella, del asilo de ancianos, del convento y de ser necesario de mí mismo, no sea que me tocara una perdigonada verbal.
Por supuesto no le contesté. Ella dio por terminada la cuestión con una mirada terrible sin apelación posible. Tomó unas vendas, un pote de crema, algunas jeringas descartables, medicamentos y no se cuántas porquerías más y salió al trote ligero rumbo a los cuartos de los ancianos.
— Vení —bramó—, dame una mano.
Cruzó el coqueto patio exuberante de flores y apuntó derecho hacia la habitación de un enfermo terminal de cáncer a quien tenía que inyectar y hacer curaciones. Titubeé. Era el cuarto más evitado del hogar al que casi nadie entraba. Claro... ¿A quién le gusta oler o ver eso que estaba en la cama...?
Entró casi de un salto y se plantó en medio de las dos camas, una vacía y la otra con el despojo moribundo. Sonrió. ¡Sí! ¡Sonrió! ¡La desgraciada sonrió! ¡Y de oreja a oreja! De la misma manera que lo hizo para la foto cuando visitó al Papa.
¡Sonrió...! ...Y habló cantarinamente, como si hubiese estado ensayando en el coro de la Catedral.
— ¿Cómo estás, viejito? —Empezó diciendo.
Siguieron muchas otras palabras, bromas, risas y más risas, mientras trabajaba las porquerías del enfermo.
De pronto se dio vuelta y me miró.
Yo estaba en la puerta, mitad dentro y mitad fuera, respirando apenas y con cara de mierda.
— Vos, que sabés tanta teología, vení, ayudame. Limpiale con gasa las babas al abuelo.
El abuelo no escuchó esas palabras. Fueron dichas para mí o, mejor dicho, para lo que quedaba de mí.
Me di vuelta y vomité.
Ha pasado mucho tiempo y todavía no se si fue de asco o de vergüenza.


De: "Bajo la piel" - Cuentos
Por Juan Carlos Sánchez

El Abbá, la Morada y el Acacio



Publico el capítulo 2 de mi libro del título.



2. La poda.

La sombra del acacio es algo pobre esta prima­vera, necesita de la poda para ser frondosa. Empero, sus largas varas llenas de hojas pequeñas que se ele­van muy por encima del techo de la casa proyectan una semi pe­numbra traslúcida y atrayente.

El viento inaugura una danza perezosa en el fo­llaje y, al igual que Elías, advierto en la suavidad de la brisa la presencia de Yahveh.

Elías subió al monte para encontrar a Yahveh. Vino un viento que desgajaba los árboles, pero Yahveh no estaba en el viento. Hubo un terre­moto, pero en él Yahveh no estaba. Luego vino el fuego, pero Yahveh tampoco estaba en el fuego. Cuando Elías sintió una suave brisa que lo acari­ciaba se cubrió el rostro con el manto porque allí estaba Yahveh. La presencia de Yahveh siempre es una caricia, un contacto suave y cálido, una tierna y amorosa presen­cia. (Cf. 1Re 19,11-13).

Miro las varas largas e imagino la cruz clavada entre macizos de flores en el patio trasero. Un lugar para detenerse y meditar y orar, para dejarnos po­seer por el misterio. Tendré que cortar las ramas del viejo acacio; heriré su forma y modificaré su copa. Será más pequeña durante algunos años pero crecerá renovada y será frondosa y fuerte.

Detengo la vista en la parra. Tiene, año más, año menos, la misma edad del acacio, unos treinta. También a ella le llegó el tiempo de la poda. Será el próximo in­vierno pues ya la savia corre ansiosa por sus ramas y dará pocos racimos de uvas pequeñas este verano; creció desordenada aunque sana. Nece­sita la poda. Si corto luego de la primera yema dará mucho fruto; si luego de la segunda, fruto y sombra; si luego de la ter­cera, sombra y muy pocas uvas; cu­brirá de hojas la can­cha y faltará el vino nuevo ese año.

Voy a hacer de podador este invierno. Po­daré la viña y el acacio. De este último sacaré la cruz que plan­taré en el patio y los sostenes del techo del quincho y los dos, acacio y vid seguirán creciendo y dando fruto y se­rán mejores cada año.
Me asocio a ti Padre, pienso. Voy a ejercer mi bendición, voy a dominar las cosas de la tierra, a modifi­carlas, porque heredo una bendición (Gen 1,28) y ese es mi destino, heredar una bendición. (1Pe 8,9b).
¿Padre, cuándo es el tiempo y cuál la forma de mi poda? ¿Qué deberé perder para dar fruto, para ser útil según tu medida?
Siempre será una herida que dolerá. Durante mi vida he valorado muchas cosas inútiles; por la poda aprenderé que no son importantes, pero dolerá. Quitaré de encima aquello que aprecio y que impide que tenga “vida en abundancia” como Tu quieres que tenga Padre, solamente por tu acción y tu Gracia será posible, yo solo soy incapaz de hacerlo, me re­sisto, me aferro a lo que nos aleja. Debo experimentar la pérdida de lo que no da fruto y confío en que Tu lo harás, (Jn. 15,2a.) para que dé más fruto. (Jn. 15,2b).

La perícopa de Juan de 15,2-3 utiliza un verbo griego cuya raíz designa a la vez, la poda y la pureza. Podemos leerlo de las dos maneras y mantiene su sen­tido: “...todo el que da fruto lo limpia (o lo poda) para que de más fruto...” y “...ustedes ya están lim­pios (o podados)...” y en la parra y las demás plantas sucede igual, podemos observarlo con claridad. Podar es lim­piar, purificar y es siempre traumático. Pese a todo tengo confianza en que el podador ejercerá su oficio con sabiduría y allí justamente, en esa con­fianza reside mi fe. Me abandono a Dios, me entrego en las manos de mi Abbá. Él me creó para que me plenifique, para que crezca y de fruto y hará todas las cosas “...para bien de los que le aman”. (Rm. 8,28)

Olvido la vid y vuelvo al acacio. Sacaré más de diez varas largas y duras que luego de un año de se­carse a la sombra serán casi imputrescibles. Dos, las más sóli­das, serán la cruz alta que clavaré en el patio trasero algo oculta de los simples curiosos que pa­san por la calle pero a disposición de los que entran, de los invita­dos.

Frente a ella cruzaré un tronco seco sobre las piedras lajas traídas de la sierra, de la cuesta de Al­tau­tina precisamente por donde pasó el Cura Bro­chero en su mula buscando árboles de quina y tiran­tes para la Casa de Ejercicios para sentarme no de­masiado cómodo y que me ayude a resistir la ten­tación de quedarme. Las Cruz invita a quedarse pero hay que partir.

A los pocos minutos de estar frente al signo de la vida y del escándalo uno comienza a sentir unas ganas íntimas, cálidas, de penetrar el misterio del Dios que se hizo hombre y que en ella murió y que luego resucitó. No por curiosidad para entenderlo, sino para interiori­zarlo en una acción de gracias sin fin. Al instante siento el deseo de orar, de conversar con quien me ama hasta el absurdo y a quien amo. Lo haré, pero lo justo. Lo ne­cesario para expresarle mi agradecimiento y para pe­dirle fuerzas para partir. Aunque la cruz me invite a quedarme, partiré.

Es durante esos minutos de contemplación en los cuales siento la brisa que contó Elías. Se que Yahveh está allí. Está en la cruz y en mí. Me siento pecado y Gracia, las dos cosas a la vez. Quiero pedir perdón por la cruz pero no conozco las palabras, me quedo en silen­cio. ¿Probaste?

¿Probaste de quedarte en silencio contigo mismo, buscándote adentro, en el lugar donde Yahveh quiso hacer su morada? (Jn 14,23) ¿Probaste de salirte de las inquietudes del mundo de afuera para conocer el de adentro, ese auténtica­mente tuyo?
Cuando lo hagas sentirás una voz serena y tranquilizante en tu oído diciéndote “Tú eres mi hijo amado en quien me complazco...”. Te sabrás acep­tado, amado, necesario para que el Padre celebre una fiesta por el hecho de estar contigo. Descubrirás que ya deja de importar cómo eres ni lo que tienes y que el Padre te ama porque Él quiere y tal como eres. Con tu pasado, con tus culpas, con tus pesadillas y tus horrores. El Padre te ama siempre en presente, siempre nuevo, siempre naciendo.
Enten­derás que no te pide nada a cam­bio salvo amor y Él te lo da para que se lo entregues de vuelta. Comprobarás que ni siquiera te exige expli­caciones. Ya te perdonó y está contigo. Calza tus pies desnudos, perfuma y viste tu cuerpo, adorna tus ma­nos con sus anillos y celebra con música y manjares tu presencia en su casa. (Lc. 15,11-32). Yahveh sabe de tu arrepentimiento sin necesidad de que se lo di­gas. Penetra en lo más profundo, escucha tu silencio, ve lo escondido.

Luego de un tiempo dejaré el patio trasero y la cruz, esa cruz. Tomaré la mía, que es el regalo más pre­cioso que me ha hecho mi Padre y saldré a cumplir con el Crucificado. Jesús me pide: “Si me amas, cum­ple mis mandamientos...”. Lo amo y tengo tres que cumplir, nada mas que tres, un número insignifi­cante. Me dice primero: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu cora­zón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas...”

Lo dice desde siempre, desde la eternidad, en el Deuteronomio: “Escucha Israel, el Señor Dios es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...” (Dt 6,4ss.). No hay cambios, primero Dios, antes que nada Dios, solamente Dios. Parece que sólo me que­daré con Dios y me hacen falta tantas cosas... pero por esa escla­vitud de Dios a sus promesas y a su Pa­labra, todo lo demás será mío, todo me será dado por añadidura. (Sab 7,7-14).

Me dice después: “...Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes”. (Jn 14,34; 1Pe 1,22-23.25). Es el segundo manda­miento. No excluye a nadie con ese «ustedes»; lo dice para todos, para cualquiera que lo escuche, viva en el tiempo que viva, esté donde esté. No lo dijo, lo dice hoy. Lo está diciendo. Siempre la Palabra de Dios se pronun­cia ahora y para mí. Me dice que ame a mi prójimo.

¿Quién es mi prójimo? La parábola del buen sa­maritano (Lc 10,29-37) lo dice todo, no hay que expli­car nada, las parábolas no se explican.

Pero me cuesta aceptar que mi prójimo es aquél que me irrita contradiciéndome; el que robó en mi casa; el que atentó contra mi familia; el que tor­turó y mató desde la guerrilla o desde la dictadura.

Me cuesta aceptar que mi prójimo es ese desa­gradable borracho con olor a pobreza y vómito o aquél otro que está en la cárcel por violar una cria­tura o ese de ropa raída que duerme en una caja de cartón en la calle. Me cuesta aceptar que mi prójimo es ese enfermo que repugna o esa anciana que mues­tra la fragilidad de mi juventud. Prójimo es el pró­ximo, el que está cercano a mí, cerca del lugar que es­toy o por donde paso, o sea: todos, cualquiera, no tengo elección; me guste o no, me incomode o no, mi prójimo es ese otro.
Sin amor, todos los prójimos son insopor­ta­bles.

Pero todavía me dice algo más, un tercer man­damiento que tengo que cumplir si lo amo. Merece una introducción para entender su profundidad e impor­tancia. Jesús no quiere hacer de mí un privile­giado. No desea que me quede en la satisfacción de conocerlo, de amarlo. Quiere que lo comparta para que todos y cuando digo todos digo la creación en­tera, vivamos el Reino del Amor.

Por eso, como preámbulo para enunciar este ter­cer mandamiento, Jesús alude a la plenitud de su divini­dad. Dice: “Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra...”.

Los profetas hablaban en nombre de Yahveh y lo hacían saber invocándolo de distintas maneras. Decían: “Oráculo de mi Señor...” o “Yahveh me dijo...” o “Yahveh me habló en sueños...” y luego pronuncia­ban la Palabra que venía de Yahveh. Esa Palabra no les era propia, te­nía autoridad, venía de Dios.

Jesús invoca su propia autoridad, confiesa su di­vinidad, reconoce su poder, el que le dio el Padre pero que le pertenece porque ambos son una misma cosa; habla por sí mismo, lo más alto sobre la tierra, y dice: “...vayan y hagan que todos los pueblos sean mis dis­cípulos bautizándolos en el nombre del Pa­dre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo”. (Mt. 28,18ss.)

O sea que tengo que partir amando a diestra y siniestra, arriba y abajo, dando testimonio de amor para que “...vean como se aman” y por eso crean, por­que «obras son amores y no buenas razones». Tengo que partir a comunicar la Palabra, a proclamar la Buena Noticia. No la puedo guardar para mi gozo y mi salva­ción porque no hay salvación para los egoístas ni hay gozo si no es en el Espíritu misionero del Señor. Tengo que partir porque la Cruz es dinámica, inquieta, celosa, abarcadora, excluyente...

Yahveh es un amante celoso y exige toda mi vida. No un poquito o un rato de tiempo libre de ocupaciones más importantes, sino todos y cada uno de los instantes de mi vida. Quiere que “velando o durmiendo esté siempre con Él”. Él me amó desde antes de los tiempos, desde que me pensó y amó a mi prójimo. Nos amó y nos ama tanto que quiere que habitemos en las moradas que nos tiene preparadas con nuestro nombre escrito en su portal.

Tengo que partir aunque deseo quedarme cómodo y satisfecho conmigo mismo, con la brisa y el lugar. Tengo que salir a buscar el rostro de Cristo, que no dejó nin­gún retrato ni escultura solamente para que lo encon­tremos en cada prójimo y en el espejo, cuando nos mi­ramos. Tengo que salir a buscar al dueño de ese rostro y traerlo hacia la cruz de ramas de acacio para escuchar así la voz del Padre que me susurra: “Tu eres mi hijo amado en quien me com­plazco”.

Este invierno podaré el acacio que quedará sin ramas. Plantaré la cruz y partiré. Vendrán luego una pri­mavera y un verano y habrá sombra, ahora es­pesa y corta. Seguramente las ramas ya no ensaya­rán esa danza elegante que ahora me admira, sino que será in­quieta y algo más ruidosa, de hojas jóve­nes y follaje an­sioso.
La cruz quedará plantada y vacía. Saldré a bus­car a Cristo en las calles, las fábricas, las escue­las, las iglesias para traerlo a la cruz.
La cruz está vacía y espera. No es el cuadro macabro de un agonizante clavado e inmóvil, sino la del Resucitado que anda entre nosotros; que come, que explica las Escrituras, que parte el pan (Lc 24,13-35. 41-43).
Es la cruz del triunfo; la del Dios que aceptó la poda para hacerse servidor, para estallar en brotes nue­vos, para crecer con un Cuerpo renovado.
Es la cruz de acacio luego de la poda. Ahora el árbol es más mistérico que nunca; ahora es madera vieja para una nueva primavera.

sábado, 18 de octubre de 2008

Bajo la piel


En homenaje a todas las madres, a las que sintieron la vida, a las que aman la vida, a las que no son madres pero se hacen mamás por amor.

A todas las mujeres que alguna vez acariciaron un niño.

A las que luchan por defenderlos de la muerte infame del aborto.

Mi respetuoso abrazo.

JC


Bajo la Piel

Un cuento de Juan Carlos Sánchez

La conocí apenas nacido, ¡bah!, es un decir.
En realidad, piel de la panza de mamá de por medio, la conocí bajo la piel; escuché su voz y sentí su cariño desde los primeros días de mi vida y mucho antes de nacer, no recuerdo desde cuánto exactamente, pero es irrelevante.
Ella me contó trozos de historia que compartimos y sus hermanas, hermano y amigas y papá la ratificaron. Nada anormal, nada diferente, simplemente una pequeña y cortita historia de amor, la de un bebé llorón que tuvo quien lo acune.

Mis primeros años fueron buenos a su lado, no tengo reproches.
Me mantenía limpio y bien alimentado, me enseñó a hacer la señal de la cruz, a rezar el padrenuestro y a leer antes de que me mandaran a la escuela. Mientras tanto y mientras yo iba creciendo, ella limpiaba la casa, cuidaba de la ropa, siempre impecable de papá y mía, cocinaba y siempre le quedaba tiempo para jugar conmigo o sacarme a pasear. Esos años fueron perfectos.

Estaba siempre dispuesta a alguna tarea extra, como cuidar de mis abuelos que eran viejitos o preparar la cena de fin de año en la casa-templo de la familia, que era por supuesto, la de los abuelos.
Yo sentía adoración por ella. Solía refugiarme en sus brazos ante cualquier contratiempo y ella me consolaba hasta que me calmaba o me dormía.
Confeccionó con la ayuda de una hermana costurera el primer disfraz que usé para un 25 de Mayo, un uniforme de granadero con espada de cartón e hizo que me sacaran una foto que aún anda por allí en la caja de recuerdos que siempre se dejan olvidados en cualquier hogar.
Cuando estrené el primer guardapolvo blanco con el que inicié mi vida escolar, lloró. Su corazón de maestra jubilada se sacudía estremeciéndole el pecho y derramó algunas lágrimas. Me acompañó hasta la puerta del Colegio y durante todo el año me llevó y me fue a buscar a la salida. Regresábamos a la casa charloteando y contándonos historias simples, jugando o recordando algún episodio familiar, algún cumpleaños o episodios comunes que a nadie interesan ahora pero que me gustaría poder revivir aunque sea en sueños.
Fue siempre una buena aliada y muy respetuosa de papá.

Papá era un hombre ocupado y muy trabajador que solamente disponía para mí de alguna hora a la siesta y otra por las noches y gran parte de los sábados y domingos. El resto de los días y horas era ella quien me atendía hasta los mínimos caprichos. Jamás me pegó pese a que papá le pidió que lo asistiera en disciplinarme y que si era necesario algún chirlo, no me lo negara, que era por mi bien.

Los primeros quince o dieciséis años de mi vida rondaron la suya y la suya giró alrededor de la mía. De pronto y casi sin darme cuenta comencé a dejar de verla. Comenzó a desaparecer paulatinamente, con resignación.
Coincidió con mis primeros amores con una rubia de ensueño, amores platónicos por cierto pero que me distrajeron de sus ausencias al principio ocasionales y cada vez más reiteradas que no me molestaron demasiado.
Yo buscaba nuevas experiencias, estaba aprendiendo a vivir según creía por entonces y comenzando a sentirme sabio en todo. Mi adolescencia fue turbulenta en amores y en ideales y ella prácticamente desapareció de mi vida. Bueno, papá y la familia también y prácticamente todo lo que no fueran los importantes asuntos que consumían mis horas. Nos reencontrábamos los fines de semana y charlábamos un rato.
Yo había terminado mis estudios secundarios y estaba en la universidad, aprendía a hacer política y a tocar la guitarra y obtuve mi primer trabajo serio.
Me casé y ella lloró casi tanto como cuando me separé poco tiempo después. Volvió a llorar con alegría cuando volví a hacer yunta y nacieron los hijos.
La veía diariamente visitando la casa paterna. Pero Bajo la piel sentía la sensación de que por haber madurado o crecido, que no es lo mismo, la había superado. Ella era el pasado, un pasado bello pero recuerdo al fin.

Pasaron los años y papá enfermó y finalmente murió.
Por mi dolor no observé el de ella que estaba presente y firme y me limité a mostrar dureza, a esconder las lágrimas. La visitaba todos los días un rato por la noche más que por estar, por gozar de su sonrisa, de su voz cristalina y fuerte, de su alborozo. Siempre fue inquieta, provocadoramente movediza y lo seguía siendo pese a los años.

Envejeció y un día consideré conveniente llevarla a vivir conmigo, con mi familia, con los chicos.
Bajo la piel, despacito, volví a sentir esa rara sensación de complicidad, de seguridad, algo inexplicable. Me regocijaba verla todos los días y a todas horas.
Lentamente se fue acercando a la muerte. Yo sabía que debía ocurrir pero no me lo consentía. Ella oraba, oraba a toda hora. Estoy absolutamente seguro de deberle mucho de lo que soy o pueda ser a su oración.
Buscaba llamar la atención, quería mimos, ser tenida en cuenta más allá de sus limitaciones.
Un día murió.
Sin molestar, sola y desnuda bajo la sábana anónima de la terapia intensiva. Horas antes, cuando la visité y los médicos consideraban que ya podía ser trasladada a la sala, pregunté la razón por la cual le habían desconectado los cables del monitoreo cardíaco. “No hacen falta, está bien”, me dijeron, “además —agregaron— los manoseaba y cuando le preguntamos qué estaba haciendo, nos respondió que rezando el Rosario...”
Pero se murió.

Cuando retiré del cadáver aún tibio el anillo de matrimonio que papá le entregó frente al altar 57 años atrás y que jamás se quitó, sentí bajo la piel la sensación de que estaba tocando un sacramento.
Fueron uno, son Uno, me dije para mí mismo.
Puse los dos anillos juntos, el de ella y el de papá en una pequeña caja de cerámica. Debía ser así.
Y enterré a mamá.


*****

No puedo abordar este relato sin lágrimas, lágrimas de una ternura infinita.
Lágrimas de soledad aunque esté rodeado de vida, vidas para quienes soy ahora el tronco y no me queda otro donde apoyarme.
Aprendí de esa anciana tanto... Y después de su muerte sigo aprendiendo.
Bajo la piel siento su presencia y la de papá y la de todos aquellos que son mi mos maiorum, mi pasado que fue como debe ser mi futuro y el futuro de esas vidas, mis hijos, su trascendencia aquí a quienes espera con amor en su trascendencia de Allá.
Aprendí que no hay amor más grande que dar vida y cuidarla.
Que entregar todo hasta quedar desnuda, hasta morir desnuda, por todo adorno solamente el sacramento del amor, el anillo nupcial, significado de entrega al que fue fiel siempre y para siempre.
Entendí que tengo que transmitir de alguna forma esa enseñanza, involucrar a mis hijos en la entrega, en el desprendimiento, en defender la vida, en el cuidado escrupuloso de la familia, en la oración como vocación relacional para vencer la muerte, en el amor.
Porque no es la sangre lo único que nos transmiten nuestros viejos sino valores, conductas, formas de vivir la vida, sentimientos que bajo la piel son los motivos para vivirla. Que sin esas sensaciones íntimas, el invierno se apodera de las flores y no habrá frutos la siguiente primavera. Que no habrá gozo ni esperanza.


Mamá murió el 1º de Mayo de este año 2004. Me cuesta el punto final, lo demoro como si me estuviera desprendiendo de algo propio a sabiendas que nunca fue mío sino de quienes lo habrían de leer.
Es que estoy despidiendo la intimidad que tuvimos. Le leí algunos cuentos en las tardes de invierno y gozó con ellos, opinó y corregí más de un párrafo según su consejo.
No puedo dedicarle este libro como hice con otro anterior cuando cumplió 90 años, cinco atrás. Ya no está sola, está en el Amor al que amó por sobre todo y con quien amó sobre todos los hombres, su esposo, mi padre; fueron uno, ahora son UNO.
Se lo entrego a ellos dos, soy su obra, este libro también es su obra.

Del libro "Bajo la Piel"
E-mail del autor zschez@yahoo.com.ar
Imagen: Paul Cézanne - Vieja Rezando

martes, 30 de septiembre de 2008

Cogito, ergo sum


(Premio SADE Gualeguaychú)

Sin entender ni jota de filosofía y menos aún de latín, hizo suyas las palabras del filósofo René Descartes “Cogito, ergo sum” las que en castellano básico significan: “Pienso, luego existo”. Le gustaron por su sonoridad misteriosa y entendiéndolas como pudo y por cierto equívocamente, se aplicó con místico fervor religioso desde su pubertad a especializarse en sábanas. Obviamente ella creía que el sumum de la vida era... (No me permito la indecencia de usar la palabra inadecuadamente propia).
Por su candidez y su desprendimiento bien podría tener ganado el Cielo. Nada conservaba para sí, ni ropa interior ni intimidad ni nada. Tal vez el celo existencial que puso en su profesión de puta iniciada por curiosidad, continuada por placer, perfeccionada por dinero y sublimada por amor le hubiese permitido ocupar un lugar cercano al Trono del Cordero. Dios considera el empeño de sus creaturas como un mérito. “A Dios rogando y con el mazo dando...” dicen los viejos y los dichos populares encierran la sabiduría del pueblo y explican la teología de los sabios. Pero le tocaría experimentar a poco de iniciada la tercer década de su vida el toque misterioso de la Gracia en su corazón. Le sucedió por calentura y descuido, pecado según los teólogos, casualidad dirían los comunes, diosidad, los carismáticos. Casualidad es uno de los seudónimos que usa Dios cuando quiere pasar desapercibido.
Hagamos historia que si no, el cuento que les cuento se termina demasiado pronto.
A los 13 años un primito de 15 le levantó la pollera por primera vez con mano torpe y asustada. Eso fue suficiente y de allí la cosa. Pasados seis meses se sabía todas y disfrutaba como loca, al año era experta y a los dos comenzó a cobrar.
Los primeros pesos ganados dando y recibiendo placer le aportaron el gran descubrimiento existencial de su vida: El dinero da placer y, si el placer da dinero, mejor aún. Gracias a Descartes, creyó entender el sentido de su vida y la justificación de sus fechorías. A los dieciocho conoció a Francisco, se acostó con él por oficio y se enamoró en serio por primera vez y entonces su interpretación libre del principio cartesiano adquirió familiaridad, se hizo confiable y bueno, un lícito medio de vida para sostener el amor. Carmela vivió con Francisco la gran experiencia de su vida, la inolvidable, la inobjetable. Podría decirse con propiedad que fue virgen hasta el momento en el cual se entregó a él con fruición, gratuitamente, saboreándolo y sintiendo latir sus intimidades con un tamborilleo nuevo, embriagador y desconocido hasta entonces. Pensó y existió. Pensó en el amor y existió. Pensó en darse y existió. Cogito, ergo sum. ¡Ahora sí! Y se entregó, manteniendo intactos los códigos que había aprendido en la villa y en la calle que podían simplificarse en algunos principios morales básicos y elementales: Primero decirle “¡te quiero!” solamente a Francisco, segundo besar en la boca solamente a Francisco, tercero gozar de la relación sexual solamente con Francisco, cuarto mantener a Francisco, quinto tener hijos solamente con Francisco. Cada cosa en su lugar y sin confundir trabajo con familia, sin llevar el trabajo a casa ni involucrar a la familia en el trabajo.
Francisco al principio se sintió escandalizado y hasta horrorizado de sus propios sentimientos. “¡Enamorarse de una prosti a quien pagó para tener su primera relación...!” Intentó sacarla de ese oficio, pero... ¿con qué se mantendrían si él no trabajaba? Entonces consintió, con el tiempo se acostumbró y al final le gustó pasarse la vida sin hacer nada, comiendo bien y siempre con unos pesos en el bolsillo para ir al boliche por las noches a jugar unas partidas de pool o de barajas.
Carmela entretanto, se perfeccionaba en su oficio. Cuando quedó embarazada por un descuido, supo por esa intuición propia de la mujer con calle que el papá era un cliente y entonces, yuyos mediante, abortó sin contárselo a su marido. Sintiéndose culpable no de homicidio sino de infidelidad en grado de tentativa por imperio de la quinta regla, buscó en reparación darle un hijo a Francisco. Lo intentó durante cinco años sin lograrlo, puso todo su entusiasmo y ciencia en ello, pero... A los hijos los manda Dios... cuando quiere tener un hijo más por estos pagos de Él.
A esta altura del cuento, vivían en una casita de plan oficial amueblada con buen gusto y estaban a punto de mudarse a un barrio de mayor categoría, tenían un buen auto y ahorraban para vacacionar. Ella contaba con una clientela selecta y generosa y él, más que nada por no pasar por vago que por ser comedido, puso un negocito y también le fueron bien las cosas. Cuando se mudaron a la casa nueva replantearon la situación laboral de ambos. Ya no era necesario que ella saliese a trabajar o que atendiese los llamados a su celular por el cual requerían sus servicios profesionales. Esa etapa podía quedar atrás y resolvieron dedicarse ambos al negocio. Siguieron prosperando y visitando médicos en procura del hijo deseado.

Severo Calván, el ginecólogo de moda en San Joaquín de la Granja, la ciudad en la que vivían desde siempre y su médico de confianza la citó a solas y le dio la noticia temida: jamás Francisco tendría un hijo. Cierta insuficiencia le impedía producir la cantidad necesaria de espermatozoides como para embarazarla. Descartando la adopción, quedaba como salida la inseminación de un donante. Carmela no aceptó la propuesta. Sutilmente la quinta regla subsistía. Ella lloró en su hombro, Calván había sido su mejor cliente y mantenían una sólida y sincera amistad. Se lo contó a Francisco con suavidad, minimizando la cosa y sin demasiados aspavientos cuidando no herir su virilidad. Le dijo que con el tiempo quizá se podría solucionar tirando de esa manera la pelota para adelante. Siguieron en lo suyo y esperando hasta que en la vida de Carmela apareció un muchacho. Ella se entusiasmó con él sin proponérselo.
Al abandonar su oficio de prostituta algunos artículos del código ético había sido pudorosamente sepultados y por ello, cualquier refriega extraconyugal entre sábanas, bien podía ser considerada una cuestión más incorporada a las costumbres sociales propias de una pareja estable en una sociedad deprimida en sus valores. Ella disfrutaba de la fidelidad como donación y hábito de convivencia pero lo cortés no quita lo caliente. Treinteañera y hermosa, la rutina que pegajosamente y sin advertirlo se había instalado en su vida hizo que encontrara una nueva risa junto a ese muchachón desenfadado, menor que ella, que la cortejó como a una dama y la acostó como a una perra. La aventura terminó pronto apenas Carmela quedó embarazada. Se lo contó a su amante mientras se vestía luego de hacer el amor con una exclusiva mezcla de desenfreno y ternura a modo de despedida. Le dijo que era la última vez que lo hacían y que no se preocupara, que el embarazo era su problema y que lo resolvería ella sola. Que podían seguir siendo amigos y nada más que eso. El muchacho supo que extrañaría a esa sensual y experimentada mujer a la cual amaba a su manera, lamentó la pérdida de esa paternidad recién inaugurada pero juventud y cobardía mediante, respiró aliviado de que le sacaran de encima la cuestión.
Dolorida, Carmela fue nuevamente a ver a Calván, le contó la verdad y le pidió ayuda para abortar. Este, acongojado y sorprendido, solamente atinó a decirle en tono monocorde:
— Pero Carmela, ahora que estás embarazada... ¿sacarlo? Si estuviste buscando un hijo como loca —meditó las palabras que diría a continuación—. Te propongo algo...
Cuando Calván terminó de hablar, los ojos de Carmela estaban encendidos. Era posible, sería creíble, quizá valía la pena. Discutieron, argumentaron y prepararon todo minuciosamente, ensayaron los diálogos, el fraseo y los gestos y pusieron manos a la obra. Ella le dijo a Francisco que el médico tenía una propuesta que hacerles. En la charla de consultorio, Calván explicó a Francisco que había un donante de semen, un cliente suyo de otra ciudad, que era un hombre sano y vital, inteligente y hasta algo parecido a él y que esa sería la posibilidad de tener un hijo, que nadie se enteraría y que se salvarían las apariencias. Francisco, más por complacer a su mujer que por otra cosa, aceptó.
Cuando nació Mauricio, Francisco lo nombró así en honor a su abuelo materno y a un juez amigo que merecía el homenaje. Sanito y lindo, se transformó en la alegría de la casa y creció lleno de amor y mimos. Carmela y Francisco se abocaron a la tarea de construir un hogar para Mauricio y lo hicieron a la manera española, sentando cabeza mediante un buen matrimonio en la Catedral ante el beneplácito del cura párroco que lo consideró un triunfo pastoral, la alegría de algunos amigos de nueva data que festejaron el acontecimiento y trabajando duramente para asegurar el futuro del niño. Crecieron en unidad y amor, maduraron y con el tiempo, luego de la catequesis familiar por la primera comunión de Mauricio, se integraron a una de las tantas instituciones parroquiales, dedicada a ayudar a las familias en desamparo.
Ese niño fue el curioso toque de Gracia que experimentó Carmela. Inexplicable desde la teología o desde el racionalismo, pura diosidad, acción de un Dios que se da el gusto de actuar como tal sin esperar que alguien salga a explicarlo y menos aún, a permitirlo.



Severo Calván —este, por cierto, no es su verdadero nombre— si lee este relato recordará esa noche en su casa en la cual, guitarras, vinos y pollos a la brasa con papas fritas de por medio me contó esta historia omitiendo los nombres de sus protagonistas. Igualmente lo consideró una infidencia y se sintió dolido por hacerla pero la confianza de la vieja amistad que teníamos, la necesidad de compartir una mentira o de descargarla y el tinto ablandaron su lengua. No quise defraudarlo diciéndole que no estaba contándome nada novedoso. Que ya lo sabía por Carmela. Que ella me lo dijo cuando, con una sonrisa cómplice, puso por primera y última vez el niño en mis brazos al tiempo que me pedía silencio para siempre. Tampoco pude explicarle a Severo Calván esa lágrima furtiva que se me escapó indecentemente al final de su relato y que cayó sobre la guitarra.
Después de todo Mauricio mi hijo, es mi donación. La donación de un bello pecado, donación que hice para que otros maduren el amor.


Del libro "Bajo la Piel"Publicado en Antología de la Sociedad Argentina de Escritores

Foto: Acrílico de José Benegas