sábado, 22 de noviembre de 2008

Los viejos


(A la Hna. Josefina López CM)

“En ese anciano me miro,
en esa anciana me veo,
cruzo la línea del hambre,
cruzo la línea de fuego.
Ya nos quitaron futuro,
de la justicia ni hablemos,
no nos quedemos callados,
que no nos toquen los viejos.”

Teresa Parodi


— Son todos iguales —me dijo con rictus de asco—, sucios, malolientes, molestos. Que Dios me perdone, pero es injusto llegar a viejo así.
Lo miré sin comprender. Que una monja carmelita misionera se expresara de tal forma me pareció un sacrilegio y una incoherencia monstruosa. Si algún día la encontrase semidesnuda en un prostíbulo de Gualeguaychú me incomodaría menos.
— No podés negarlo —agregó—. Esto es asqueroso.
— Hermana —atiné a decir espantado—, hermana... ¿Hablas en serio?
Me miró haciéndome sentir un infradotado, aplazado en un test básico de incordura elemental.
— Seguro.
— Pero... —asumí mi tradicional papel de cristianucho instruido— ¿Y el Cristo que hay en ellos? ¿Y el amor? ¿Y el Evangelio? ¿Y tu vocación? ¿A dónde se fue todo eso? Los viejos... son... son... hay que darles mucho amor...
— ¡Dejate de macanas! ¡Soy una mujer! ¿O no, acaso?
De genio fuerte, manejaba las palabras como un garrote y las tiraba con gomera. Dura, de palo, era inaguantable cuando le brotaba el mal genio y eso ocurría demasiado a menudo para mi gusto. En esos momentos, deseaba estar lo más lejos posible de ella, del asilo de ancianos, del convento y de ser necesario de mí mismo, no sea que me tocara una perdigonada verbal.
Por supuesto no le contesté. Ella dio por terminada la cuestión con una mirada terrible sin apelación posible. Tomó unas vendas, un pote de crema, algunas jeringas descartables, medicamentos y no se cuántas porquerías más y salió al trote ligero rumbo a los cuartos de los ancianos.
— Vení —bramó—, dame una mano.
Cruzó el coqueto patio exuberante de flores y apuntó derecho hacia la habitación de un enfermo terminal de cáncer a quien tenía que inyectar y hacer curaciones. Titubeé. Era el cuarto más evitado del hogar al que casi nadie entraba. Claro... ¿A quién le gusta oler o ver eso que estaba en la cama...?
Entró casi de un salto y se plantó en medio de las dos camas, una vacía y la otra con el despojo moribundo. Sonrió. ¡Sí! ¡Sonrió! ¡La desgraciada sonrió! ¡Y de oreja a oreja! De la misma manera que lo hizo para la foto cuando visitó al Papa.
¡Sonrió...! ...Y habló cantarinamente, como si hubiese estado ensayando en el coro de la Catedral.
— ¿Cómo estás, viejito? —Empezó diciendo.
Siguieron muchas otras palabras, bromas, risas y más risas, mientras trabajaba las porquerías del enfermo.
De pronto se dio vuelta y me miró.
Yo estaba en la puerta, mitad dentro y mitad fuera, respirando apenas y con cara de mierda.
— Vos, que sabés tanta teología, vení, ayudame. Limpiale con gasa las babas al abuelo.
El abuelo no escuchó esas palabras. Fueron dichas para mí o, mejor dicho, para lo que quedaba de mí.
Me di vuelta y vomité.
Ha pasado mucho tiempo y todavía no se si fue de asco o de vergüenza.


De: "Bajo la piel" - Cuentos
Por Juan Carlos Sánchez

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