domingo, 4 de enero de 2009

Tres cuentos cortos

V

El niño cerró el libro que estaba leyendo y miró a su papá con cara de preocupación.
— Papá — preguntó — ¿Es cierto lo que dice el Padre Farinello que la cárcel es solo para los pobres?
— No hijo, no es cierto. Solo para algunos. Hay pocas y desgraciadamente no entran todos.


VI

—¡No hay Dios! —gritaba el hombre llorando desconsolado ante el cadáver de su hijito— ¡No hay Dios! ¡Si Dios existiese, mi hijo estaría vivo!
Su esposa, la mamá del finadito de quien se había separado hace tiempo, se acercó con los ojos bañados en lágrimas y lo abrazó fuertemente. El hombre respondió el abrazo. Ambos estaban unidos por una fuerza irresistible que los atraía uno hacia el otro.
Tata Dios, invisible como siempre a los ojos humanos, rodeaba las cabezas de ambos con un abrazo lleno de amor y reparador como ninguno.
Cuando Tata Dios observó a los padres llorar serenamente y unidos, soltó su abrazo, los besó en el alma y dándose vuelta hacia donde el muertito lo miraba vivo y resucitado y alegre por el reencuentro de sus papás, extendió la mano hacia la otra mano pequeña, la tomó, la apretó suavemente y dijo:
—Vamos. Ya es hora. Has cumplido.


VII

Cuando Manolo llegó al Cielo lo recibieron sus abuelos que habían muerto algunos años antes y lo primero que hicieron fue presentarle al Padre, luego al Hijo y cuando quisieron hacer lo mismo con el Espíritu Santo no pudieron porque andaba por la Argentina llevándole la contra a Borges intentando la conversión de los peronistas.
Después conoció a montones de gentes que eran sus parientes, amigos de la familia, vecinos del pueblo y algunos curiosos.
Entre todos le explicaron cómo funcionaba el Cielo. Que la cosa allí no era aburrida, que por el contrario se divertían a lo lindo, pero que había algunas reglas que cumplir.
Por ejemplo, que al Trono del Anciano no llegaba cualquiera salvo los niños como él que siempre estaban autorizados. También que era parte de la misión de los santos pedirle insistentemente al Hijo por la conversión de los pecadores.
Le aconsejaron que intercediera por papá y mamá, para que se convirtieran, así Manolo los podría conocer y compartir juegos y mateadas en alguna nube y Manolo oró. También era muy conveniente darle charla a María, la mamá de Jesús, porque ella tenía muy buenas influencias y conseguía favores especiales tanto del Espíritu Santo como de su Hijo.
Fue justamente María la encargada de contarle su historia personal. De darle algunos datos necesarios y de explicarle por qué sus papás lo habían matado en un aborto.
—Amo tanto la vida —dijo María—, que me parece de locos abortar un niño. Pero tenés que saber que mientras vivimos en la tierra somos muy débiles justamente porque nos la tomamos con los más débiles. Eso nos hace débiles. Si fuésemos capaces de enfrentar a los fuertes, a sus actitudes, a sus miedos, a sus falsos dioses, vos estarías en tu familia en la tierra dentro de algunos meses.
—¿Qué son los meses, mamá? —preguntó Manolo.
—Una medida para contar el tiempo que pasamos caminando para llegar acá respondió María—. Estos chicos —pensó— cuándo no preguntando...
—Pero mami —dijo Manolo—, ¿si yo estuviese allá dentro de algunos meses, cuánto demoraría en llegar acá? ¿Esto no fue ganancia para mí?
María suspiró con resignación, era experta en eso —durante su vida terrena aprendió a rumiar y callar ante algunas incomprensibles actitudes de su Hijo— y cuando estaba a punto de hilvanar una respuesta, el Espíritu Santo que llegaba, la interrumpió.
—Manolo, te presento a tus papás.
Dos viejitos lo acompañaban algo avergonzados.
—Me llevó más de medio siglo de los de la Tierra su conversión, pero le pidieron perdón al Padre y ahora vienen a pedírtelo a vos, en persona.
Manolo sonrió con esa sonrisa que solamente los niños saben poner en sus bocas, estiró los bracitos abiertos hacia adelante y se pegó un vuelito medio despatarrado de angelito nuevo y se abrazó a los dos viejitos.
—¡Ahora si estamos toda la familia! —Gritó y un lagrimón se escapó de sus ojos, atravesó la nube y le cayó en la frente a un pibe que jugaba al fútbol en un campito de Rosario.
El pibe se secó la lágrima pensando que era un pájaro que había hecho de las suyas e inexplicablemente, comenzó a sonreír.
Dicen los que lo conocieron que jamás dejó de hacerlo y que pese a los problemas que soportó en su vida que no fue fácil, vivió sonriendo con alegría.
Algunos en el Cielo comentaban que ese niño fue el viejito que le devolvió agradecido y sonriente una lágrima a Manolo en algún momento de la eternidad.

De "Bajo la Piel" - Cuentos
De Juan Carlos Sánchez

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