martes, 30 de septiembre de 2008

Cogito, ergo sum


(Premio SADE Gualeguaychú)

Sin entender ni jota de filosofía y menos aún de latín, hizo suyas las palabras del filósofo René Descartes “Cogito, ergo sum” las que en castellano básico significan: “Pienso, luego existo”. Le gustaron por su sonoridad misteriosa y entendiéndolas como pudo y por cierto equívocamente, se aplicó con místico fervor religioso desde su pubertad a especializarse en sábanas. Obviamente ella creía que el sumum de la vida era... (No me permito la indecencia de usar la palabra inadecuadamente propia).
Por su candidez y su desprendimiento bien podría tener ganado el Cielo. Nada conservaba para sí, ni ropa interior ni intimidad ni nada. Tal vez el celo existencial que puso en su profesión de puta iniciada por curiosidad, continuada por placer, perfeccionada por dinero y sublimada por amor le hubiese permitido ocupar un lugar cercano al Trono del Cordero. Dios considera el empeño de sus creaturas como un mérito. “A Dios rogando y con el mazo dando...” dicen los viejos y los dichos populares encierran la sabiduría del pueblo y explican la teología de los sabios. Pero le tocaría experimentar a poco de iniciada la tercer década de su vida el toque misterioso de la Gracia en su corazón. Le sucedió por calentura y descuido, pecado según los teólogos, casualidad dirían los comunes, diosidad, los carismáticos. Casualidad es uno de los seudónimos que usa Dios cuando quiere pasar desapercibido.
Hagamos historia que si no, el cuento que les cuento se termina demasiado pronto.
A los 13 años un primito de 15 le levantó la pollera por primera vez con mano torpe y asustada. Eso fue suficiente y de allí la cosa. Pasados seis meses se sabía todas y disfrutaba como loca, al año era experta y a los dos comenzó a cobrar.
Los primeros pesos ganados dando y recibiendo placer le aportaron el gran descubrimiento existencial de su vida: El dinero da placer y, si el placer da dinero, mejor aún. Gracias a Descartes, creyó entender el sentido de su vida y la justificación de sus fechorías. A los dieciocho conoció a Francisco, se acostó con él por oficio y se enamoró en serio por primera vez y entonces su interpretación libre del principio cartesiano adquirió familiaridad, se hizo confiable y bueno, un lícito medio de vida para sostener el amor. Carmela vivió con Francisco la gran experiencia de su vida, la inolvidable, la inobjetable. Podría decirse con propiedad que fue virgen hasta el momento en el cual se entregó a él con fruición, gratuitamente, saboreándolo y sintiendo latir sus intimidades con un tamborilleo nuevo, embriagador y desconocido hasta entonces. Pensó y existió. Pensó en el amor y existió. Pensó en darse y existió. Cogito, ergo sum. ¡Ahora sí! Y se entregó, manteniendo intactos los códigos que había aprendido en la villa y en la calle que podían simplificarse en algunos principios morales básicos y elementales: Primero decirle “¡te quiero!” solamente a Francisco, segundo besar en la boca solamente a Francisco, tercero gozar de la relación sexual solamente con Francisco, cuarto mantener a Francisco, quinto tener hijos solamente con Francisco. Cada cosa en su lugar y sin confundir trabajo con familia, sin llevar el trabajo a casa ni involucrar a la familia en el trabajo.
Francisco al principio se sintió escandalizado y hasta horrorizado de sus propios sentimientos. “¡Enamorarse de una prosti a quien pagó para tener su primera relación...!” Intentó sacarla de ese oficio, pero... ¿con qué se mantendrían si él no trabajaba? Entonces consintió, con el tiempo se acostumbró y al final le gustó pasarse la vida sin hacer nada, comiendo bien y siempre con unos pesos en el bolsillo para ir al boliche por las noches a jugar unas partidas de pool o de barajas.
Carmela entretanto, se perfeccionaba en su oficio. Cuando quedó embarazada por un descuido, supo por esa intuición propia de la mujer con calle que el papá era un cliente y entonces, yuyos mediante, abortó sin contárselo a su marido. Sintiéndose culpable no de homicidio sino de infidelidad en grado de tentativa por imperio de la quinta regla, buscó en reparación darle un hijo a Francisco. Lo intentó durante cinco años sin lograrlo, puso todo su entusiasmo y ciencia en ello, pero... A los hijos los manda Dios... cuando quiere tener un hijo más por estos pagos de Él.
A esta altura del cuento, vivían en una casita de plan oficial amueblada con buen gusto y estaban a punto de mudarse a un barrio de mayor categoría, tenían un buen auto y ahorraban para vacacionar. Ella contaba con una clientela selecta y generosa y él, más que nada por no pasar por vago que por ser comedido, puso un negocito y también le fueron bien las cosas. Cuando se mudaron a la casa nueva replantearon la situación laboral de ambos. Ya no era necesario que ella saliese a trabajar o que atendiese los llamados a su celular por el cual requerían sus servicios profesionales. Esa etapa podía quedar atrás y resolvieron dedicarse ambos al negocio. Siguieron prosperando y visitando médicos en procura del hijo deseado.

Severo Calván, el ginecólogo de moda en San Joaquín de la Granja, la ciudad en la que vivían desde siempre y su médico de confianza la citó a solas y le dio la noticia temida: jamás Francisco tendría un hijo. Cierta insuficiencia le impedía producir la cantidad necesaria de espermatozoides como para embarazarla. Descartando la adopción, quedaba como salida la inseminación de un donante. Carmela no aceptó la propuesta. Sutilmente la quinta regla subsistía. Ella lloró en su hombro, Calván había sido su mejor cliente y mantenían una sólida y sincera amistad. Se lo contó a Francisco con suavidad, minimizando la cosa y sin demasiados aspavientos cuidando no herir su virilidad. Le dijo que con el tiempo quizá se podría solucionar tirando de esa manera la pelota para adelante. Siguieron en lo suyo y esperando hasta que en la vida de Carmela apareció un muchacho. Ella se entusiasmó con él sin proponérselo.
Al abandonar su oficio de prostituta algunos artículos del código ético había sido pudorosamente sepultados y por ello, cualquier refriega extraconyugal entre sábanas, bien podía ser considerada una cuestión más incorporada a las costumbres sociales propias de una pareja estable en una sociedad deprimida en sus valores. Ella disfrutaba de la fidelidad como donación y hábito de convivencia pero lo cortés no quita lo caliente. Treinteañera y hermosa, la rutina que pegajosamente y sin advertirlo se había instalado en su vida hizo que encontrara una nueva risa junto a ese muchachón desenfadado, menor que ella, que la cortejó como a una dama y la acostó como a una perra. La aventura terminó pronto apenas Carmela quedó embarazada. Se lo contó a su amante mientras se vestía luego de hacer el amor con una exclusiva mezcla de desenfreno y ternura a modo de despedida. Le dijo que era la última vez que lo hacían y que no se preocupara, que el embarazo era su problema y que lo resolvería ella sola. Que podían seguir siendo amigos y nada más que eso. El muchacho supo que extrañaría a esa sensual y experimentada mujer a la cual amaba a su manera, lamentó la pérdida de esa paternidad recién inaugurada pero juventud y cobardía mediante, respiró aliviado de que le sacaran de encima la cuestión.
Dolorida, Carmela fue nuevamente a ver a Calván, le contó la verdad y le pidió ayuda para abortar. Este, acongojado y sorprendido, solamente atinó a decirle en tono monocorde:
— Pero Carmela, ahora que estás embarazada... ¿sacarlo? Si estuviste buscando un hijo como loca —meditó las palabras que diría a continuación—. Te propongo algo...
Cuando Calván terminó de hablar, los ojos de Carmela estaban encendidos. Era posible, sería creíble, quizá valía la pena. Discutieron, argumentaron y prepararon todo minuciosamente, ensayaron los diálogos, el fraseo y los gestos y pusieron manos a la obra. Ella le dijo a Francisco que el médico tenía una propuesta que hacerles. En la charla de consultorio, Calván explicó a Francisco que había un donante de semen, un cliente suyo de otra ciudad, que era un hombre sano y vital, inteligente y hasta algo parecido a él y que esa sería la posibilidad de tener un hijo, que nadie se enteraría y que se salvarían las apariencias. Francisco, más por complacer a su mujer que por otra cosa, aceptó.
Cuando nació Mauricio, Francisco lo nombró así en honor a su abuelo materno y a un juez amigo que merecía el homenaje. Sanito y lindo, se transformó en la alegría de la casa y creció lleno de amor y mimos. Carmela y Francisco se abocaron a la tarea de construir un hogar para Mauricio y lo hicieron a la manera española, sentando cabeza mediante un buen matrimonio en la Catedral ante el beneplácito del cura párroco que lo consideró un triunfo pastoral, la alegría de algunos amigos de nueva data que festejaron el acontecimiento y trabajando duramente para asegurar el futuro del niño. Crecieron en unidad y amor, maduraron y con el tiempo, luego de la catequesis familiar por la primera comunión de Mauricio, se integraron a una de las tantas instituciones parroquiales, dedicada a ayudar a las familias en desamparo.
Ese niño fue el curioso toque de Gracia que experimentó Carmela. Inexplicable desde la teología o desde el racionalismo, pura diosidad, acción de un Dios que se da el gusto de actuar como tal sin esperar que alguien salga a explicarlo y menos aún, a permitirlo.



Severo Calván —este, por cierto, no es su verdadero nombre— si lee este relato recordará esa noche en su casa en la cual, guitarras, vinos y pollos a la brasa con papas fritas de por medio me contó esta historia omitiendo los nombres de sus protagonistas. Igualmente lo consideró una infidencia y se sintió dolido por hacerla pero la confianza de la vieja amistad que teníamos, la necesidad de compartir una mentira o de descargarla y el tinto ablandaron su lengua. No quise defraudarlo diciéndole que no estaba contándome nada novedoso. Que ya lo sabía por Carmela. Que ella me lo dijo cuando, con una sonrisa cómplice, puso por primera y última vez el niño en mis brazos al tiempo que me pedía silencio para siempre. Tampoco pude explicarle a Severo Calván esa lágrima furtiva que se me escapó indecentemente al final de su relato y que cayó sobre la guitarra.
Después de todo Mauricio mi hijo, es mi donación. La donación de un bello pecado, donación que hice para que otros maduren el amor.


Del libro "Bajo la Piel"Publicado en Antología de la Sociedad Argentina de Escritores

Foto: Acrílico de José Benegas